Wednesday, March 22, 2006

Comentarios de Bares en Santiago, por Sergio Paz

Nuestro.cl

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Enero 2005

Espacios para celebrar la vida

Bares, restaurantes y cafés

Buena parte de la sociabilidad chilena se ha desarrollado puertas afuera del domicilio, en bares y restaurantes. Política, seducción, negocios, bohemia literaria, conversaciones regadas, celebraciones de esto y lo otro, almuerzos y comidas con sobremesas interminables, juegos de cartas, cacho y dominó, proclamaciones de candidaturas, han transcurrido en estos espacios acogedores, resguardados de las exigencias del mundo cotidiano. Son los lugares donde el cliente es rey o por lo menos donde queda amparado por la complicidad de mozos y maitres.

Aquellos restaurantes con sucesivos salones, algunos con pérgolas y parrones, con lugares privados a los que se conocía como "reservados", acogieron a los parroquianos de una época en que se disponía de un tiempo casi ilimitado para la conversación, y en que no tenían sentido los almuerzos rápidos y dietéticos que hoy se usan.

Parientes cercanos de los restaurantes fueron los clubes de estilo inglés, exclusivos para hombres, como el famoso Club de la Reforma, al que pertenecía Philleas Fogg, el millonario de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne. En Chile también existieron estos clubes. Durante buena parte del siglo XIX fueron centro de discusión de doctrinas e ideas, dotados de bibliotecas tan buenas como sus bares y comedores. Pero en la época de la especulación y la "plata fácil" del salitre terminaron por convertirse en lugares donde la especulación se practicaba con la misma soltura que los juegos de cartas. Bernardo Subercaseaux describe esta subcultura masculina del club, donde los contertulios pasaban buena parte del día y de la noche. Ahí almorzaban, cenaban y jugaban hasta la madrugada.

Menos absorbentes eran los cafés del Santiago decimonónico, donde los comensales acudían a escuchar lo que hoy llamamos "música en vivo" . En ese tiempo, anterior al fonógrafo, no existía por lo demás, ninguna posibilidad de ofrecer música envasada. Los géneros musicales de moda en esa época eran las habaneras, el cuplé, el vals, el chotitz. Manuel Peña describe el famoso "Café de la Baranda" que se inaugura en 1831. Estaba cerca de la Plaza de Armas, en la calle Monjitas. Ahí se hacía música con arpa, guitarra y atipladas voces cantantes.

Muerte y resurrección del TorresEn 1879, el año en que estalla la Guerra del Pacífico, José Domingo Torres, que había sido mayordomo de una familia santiaguina, inauguró el restaurante que más larga vida ha tenido en el país, la Confitería Torres. Inicialmente estaba en Huérfanos con Ahumada, y su fama venía de la repostería. En 1904 se trasladó a Alameda con Dieciocho, donde se encuentra hoy día, cuando ha reabierto sus puertas después de una temporada en que fue cerrado. Entonces muchos nostálgicos lamentamos el cierre de ese local donde tanto el ambiente como los espectáculos de tangos, boleros y zarzuela nos trasladaban a otras épocas, más felices que ésta. Luego celebramos su resurrección.Julio Vicuña Fuentes, al recordar el Santiago de 1880, habla del Café de la Bolsa, de Carlos Weisse. La entrada estaba por calle Merced, pero sus salones de billar y comedores llegaban hasta Monjitas. Uno de los personajes típicos del mundo de los restaurantes es el barman o el encargado de la cantina. El hombre que conoce no sólo los gustos, sino el carácter y la vida de sus clientes, puesto que además de servir los tragos es un gran conversador. El del Café de la Bolsa era Juanito, que luego se independizó instalando el café La Nueva Bolsa.Recuerda Vicuña Cifuentes que en este local se servía un ponche, el Tom and Jerom que nunca volvió a probar en otros lugares, y que a los comedores reservados del fondo se llegaba por un largo y oscuro pasillo: ése era el refugio de las parejas.Uno de los restaurantes tradicionales de la capital en la segunda mitad del siglo XIX fue el de Hinteruof. Inauguró la tradición de retratar a los clientes que después siguieron muchos otros negocios. Como indica Vicuña Cifuentes, "en la testera de la sala del café había un viejo cuadro de pintura al óleo, que representaba a varios caballeros alemanes, antiguos clientes de la casa, bebiendo cerveza (...) Servía la mesa un muchacho robusto y simpático: era Manuel, el mozo que, cuarenta años más tarde, viejo pero fuerte siempre - nos servía a nosotros en el mismo restaurante. Cuando le hablábamos de aquellos tiempos pasados, Manuel miraba el cuadro, en el que se veía joven y lleno de vida, y encogíase de hombros indiferente, como diciendo: ¡Esa es la vida!".
Hubo también, en aquellos tiempos, restaurantes especializados ostras, como los de M. Tirad y Adolfo Dreckmann.

El memorable Papá GageFamoso fue también el Gage, conocido inicialmente como Papá Gage, donde en 1888 los amigos de Rubén Darío celebraron junto al poeta la aparición del libro Azul, editado en Valparaíso. Fue tal vez el restaurante más representativo de la belle époque chilena.Se encontraba en Huérfanos con Ahumada. Vicuña Cifuentes lo describe como un edificio de tres patios. En el que daba a la calle se instalaban mesas en la estación veraniega. A algunos parroquianos "les gustaba almorzar y aún cenar al arrullo de una pila instalada en el centro del patio". En torno a éste se ubicaban tres reservados, la cantina y el comedor principal. En los corredores del segundo patio había comedores pequeños, ocupados habitualmente por los pensionistas del local. Entre éstos había un viejo señorón, don Clodomiro Zañartu "perpetuamente aquejado, según él, de hiperestesia sexual", apunta Vicuña. Agrega el cronista que en el último patio se encontraba la cocina, y que no era un lugar "para ser descrito, por lo sórdido y maloliente". Durante muchos años, la cocina de los restaurantes fue efectivamente un lugar invisible y más valía no enterarse de su estado.Vicuña describe a Papá Gage, el dueño del restaurante del mismo nombre, como "un viejecito regordete y simpático" cuya habilidad consistió en seguir la evolución del gusto del público, pero sin anticiparse a ésta. Los cambios fueron introducidos por los continuadores de Papá. Lo importante es que el restaurante estuvo a la altura de importantes momentos de la vida nacional. Comenta Hernán Millas que en 1910, para las fiestas del Centenario, el Gage dispuso un menú que superaba en calidad al banquete que le ofreció el presidente Emiliano Figueroa a su colega argentino, Figueroa Alcorta. Este menú incluía seis platos con pescados, aves y un surtido de exquisiteces. No eran seis platos para elegir. El servicio los comprendía todos.El Gage recibió visitas de grandes figuras como la actriz Sara Bernhardt. Millas cuenta que esta diva, después de uno de aquellos suculentos banquetes de media docena de platos, dejó escrito que al día siguiente tendría que usar todo su talento para representar a la pálida y tuberculosa Margarita Gautier, en La dama de las camelias.Entre los restaurantes de moda en las primeras décadas del siglo XX estuvo el casino del Portal Edwards, en la Alameda abajo, a la altura del Estadio Chile. Eduardo Balmaceda Valdés recuerda que éste era uno de esos lugares donde confluía la juventud dorada de Santiago en busca de aventuras, con las cortesanas, los actores de teatro y la bohemia de esos años. Como entonces todos usaban bastones, solían armarse grescas descomunales en que se repartían palos a diestra y siniestra. Para la música, el dueño, un italiano de apellido Bonzi, había contratado a un conjunto de deslavadas damas vienesas, que eran víctimas de las burlas de los achispados parroquianos.

En la historia y la leyendaHay restaurantes que han pasado a ser parte de la leyenda nacional. Entre ellos está el del Hotel Crillón. En sus salones ocurre buena parte de la trama de la novela La chica del Crillón, de Joaquín Edwards Bello, que han leído varias generaciones de chilenos y que fue llevada al cine por Jorge Délano, Coke.Desde el Crillón salió la despechada María Luisa Bombal, a fines de enero de 1941, a balear a Eulogio Sánchez, por asuntos pasionales. Por suerte las heridas de Sánchez no fueron de extrema gravedad, e incluso éste prefirió no querellarse contra su agresora. Más desafortunada fue María Carolina Geel. También por problemas sentimentales, ella ultimó en el mismo Crillón a Roberto Pumarino, a mediados de abril de 1955. De este drama surgió otro libro, Cárcel de mujeres. El último maitre que tuvo otro restaurante tradicional del centro de Santiago, el Chez Henry recientemente cerrado, les contaba a sus clientes que él presenció aquel crimen pasional, cuando se iniciaba en el oficio de mozo en el Crillón.Viejas casonas llena de historia han albergado también a famosos restaurantes. Es el caso de la casa colonial ubicada en calle Esmeralda. Perteneció al corregidor Luis Manuel Zañartu, hombre emprendedor que entre otras obras construyó el puente de Cal y Canto. Ahí se abrió La Posada del Corregidor, lugar para encuentros galantes, con un ambiente a media luz. Una de sus especialidades era el vino caliente con especias.Del mismo estilo fue, durante mucho tiempo, El Sarao, restaurante instalado en una vieja casona de fundo. Estaba ubicado en la avenida Apoquindo, poco más arriba del Estadio Italiano.En la Casa Colorada, que perteneció a don Mateo de Toro y Zambrano, funcionaban varios restaurantes. El más conocido de ellos fue el Black and White, frecuentado por los periodistas de los diarios del centro, cuando las últimas ediciones se cerraban a las dos o tres de la madrugada.En el palacete que en el siglo XIX sirvió de sede a la legación argentina, funcionó hacia mediados del siglo XX uno que aquellos antiguos clubes sociales -hoy los llamaríamos "picadas"-, donde se comía abundante y barato, y se jugaba al dominó y al cacho. Los habitués lo conocían como "el Balmaceda", ya que ahí se había refugiado y luego suicidado el presidente José Manuel Balmaceda, después de su derrota en la guerra civil de 1891.

El último secreto de La BahíaA principios de mayo de 1923 abre sus puertas en Monjitas 846 uno de los restaurantes que pronto se convirtió en un verdadero hito urbano, gastronómico y social en el Santiago del siglo XX: La Bahía, de los hermanos Miguel y Alberto Tort. Ofrecía, además de una amplia gama de platos, todos los mariscos y pescados del litoral chileno. Hacia la calle tenía un acuario con langostas que llegaban regularmente de Juan Fernández a un vivero en Valparaíso, desde donde eran luego remitidas al restaurante de los Tort. Estos tenían unos clientes tan asiduos, los españoles Juan Nofré y Manuel Menéndez, que terminaron comprando La Bahía. Por sus mesas pasó todo el mundo de la política y la cultura nacionales. El maitre, Luis Riffo conocía las preferencias y hasta los platos que les caían mal a sus clientes.En la década del 40 tuvo otra vez nuevos dueños: el español Antonio Pérez y el cubano Arcadio Vadell. El administrador, José Ruiseñol estableció el estilo del restaurante: era un lugar de cordialidad y conversación, sólo con una discreta música de fondo. Quedaban excluidos los bailes y las proclamaciones políticas.La Bahía funcionó 40 años ininterrumpidamente. El 9 de agosto de 1963 sus propietarios invitaron a los mejores clientes a "la última cena". Al terminar ésta y antes de despedirse, Antonio Pérez anunció que revelaría el gran secreto de la casa: la receta del cola de mono que allí se preparaba como en ninguna otra parte, tanto así que para las fiestas de fin de año había que reservarlo con mucha anticipación. Hernán Millas, en una de sus memorables crónicas, relata que entonces tomó la palabra Gerardo Ruiz Rivera, el barman que llevaba un cuarto de siglo tras la vara del bar. Éste, con voz temblorosa porque comprendía que ése era el fin del restaurante, dictó la tan resguardada receta. El secreto estaba en agregar nuez moscada, vainilla y cáscaras de limón, a los tradicionales ingredientes del cola de mono.

Del Miraflores al Pollo doradoNo lejos de "La Bahía", en Miraflores entre Merced y Monjitas había abierto sus puertas en 1942, el restaurante también llamado Miraflores. La fundadora fue Herminia Yánez, quien había vivido varios años en París. Cuando volvió a Francia vendió el negocio a Joaquín Bersaluce, el que lo convirtió en uno de los lugares donde se servían los mejores platos de la cocina vasca. Rápidamente fue colonizado por los intelectuales de la República española que se habían exiliado en Chile. Ahí se reunían Leopoldo Castedo, Arturio Soria, Vicente Mengod, Eleazar Huerta y los hermanos Juan y José Ricardo Morales. Santiago Ontañón, conocido escenógrafo que estuvo cerca de un año refugiado en la embajada chilena en Madrid al terminar la guerra, junto con Antonio Romera habían decorado los muros con caricaturas de los comensales. Hernán Millas recuerda que el hijo de Bersaluce tuvo la desgracia de enamorarse de una muchacha de la aristocracia. Las diferencias sociales entre ambos eran insalvables. Una noche el joven entró a la cocina del restaurante e introdujo la cabeza en uno de los hornos. El padre nunca más volvió a entrar en el negocio que poco después cambió de dueño y ya no volvió a ser lo que había sido en su mejor momento.Hubo un género de locales que eran a la vez confitería, salón de té, con pista de baile y boite. Ahí se hacían comidas bailables, recepciones y matrimonios. Fue el caso del Lucerna, donde actuaron los famosos Lecuona Cuban Boys, y del Goyescas, cuyas fiestas fueron animadas por Los Chrumbeles de España, Libertad Lamarque y Carmen Sevilla, entre otros actores de la cartelera internacional. El Lucerna se incendió a fines de enero de 1949, y el Goyescas cerró en 1963.Famosos en los años 50 fue El Sótano de la Quintrala, que después pasó a llamarse El Pollo dorado, y que se autocalificaba como "el fogón de la chilenidad". El fuerte del espectáculo que ofrecía era la música folclórica nacional: Silvia Infanta y los baqueanos, Clarita Solovera, Ester Soré, la negra linda y muchos grupos de huasos pasaron por su escenario. Curiosamente, el propietario de este "fogón de la chilenidad" era un baisano, Salomón Tecla.Otros restaurantes tradicionales de esos tiempos fueron El Escorial, el Waldorf, el Oriente, en el centro; el Merville, especializado en curantos, en los alrededores del parque Cousiño, y la Posada Tarapacá, en la avenida España.

Refugios de la bohemiaHay restaurantes cuya identidad fue construida por el tipo de sus parroquianos. Fue éste el caso del café Iris, uno de los refugios de la bohemia santiaguina en los años 30 al 40.Otro reducto bohemio fue el famoso Il Bosco, de Alberto Boggiano Bosco, en el centro mismo de la Alameda. Estaba abierto durante toda la noche y ahí paraban periodistas, escritores, noctámbulos, bailarinas y cómicos de cabarets, trabajadoras de la noche y hasta maleantes. Hernán Millas recuerda que un amanecer de julio de 1965 llegó hasta Il Bosco un carro funerario. Los deudos bajaron el ataúd y pidieron permiso para entrar en el local. Explicaron que el difunto era don Alberto Mandiola, cliente del bar desde que éste se inauguró, en 1947. Sus familiares y amigos querían pasar a tomar una copa con él, antes de irlo a dejar al cementerio.El Bosco no pudo sobrevivir a los largos años con toque de queda, en que la bohemia entró en receso.Otro local que acogió a la bohemia fue el Saint Leger. Por su estratégica ubicación, en uno de los costados del teatro Ópera, recibía el flujo de los habitues y las bailarinas de la compañía de revistas Bim Bam Bum.El último reducto de la bohemia literaria, que todavía sobrevive en el centro, es el Bar Unión, que está en calle Nueva York, a uno de los costados del imponente Club de la Unión. Por eso se lo conoce como "la Unión chica". Fue el refugio de los poetas láricos, de los poetas provincianos exiliados en Santiago: Jorge Teillier y Rolando Cárdenas, entre otros.En el sector Irarrázaval estuvo otro de aquellos viejos bares con un imponente mesón como barra. Era El amigo de todas las naciones. También sigue estando en esa venida, en la esquina con Infante, uno de esos restaurantes antiguos que porfiadamente sobreviven contra viento y marea: el Rhenania, con amplios comedores y pérgola.Entre los restaurantes "resucitados", además del Torres, está El Parrón, de la avenida Providencia. Fue inaugurado en 1936, cerrado en 1995 y reabierto hará dos o tres años atrás.Quedan también, por último, locales que conservan algo del Chile vinícola, popular y rural, el Quitapenas, de como El hoyo, de la calle San Vicente, y La piojera, donde llegan cantores y vendedores de tortillas de rescoldo, boletos de lotería y huevos duros.Sí, todavía quedan esos locales donde se escuchan las risas, las conversaciones, el sonido del corcho que abandona el gollete de la botella, del cuchareo que revuelve el borgoña, y el golpeteo de los vasos de cuero del cacho y de las piezas de dominó en las cubiertas de la mesas. Los quick lunch y los ejecutivos y sobrios almuerzos de negocios no han logrado extinguirlos.


Abril 2004

La ruta del picante

El año 2003, el periodista Sergio Paz terminó una titánica tarea: editar su libro Santiago Bizarro. En él se pueden recorrer las vísceras de nuestra urbe, periplo que permite al transeúnte ávido de noche y de experiencias, sacudir la idea de que Santiago de Chile es tan gris y fome que no merece la pena ser vivido. No, para nada, en las 275 páginas que componen este imprescindible libro se conoce desde lo más extraño hasta lo más chilenísimo de nuestra herida ciudad. Esta entretenida guía demuestra que para gustos no hay nada escrito. Para muestra: algunas picadas.

El Quitapena
(Recoleta 1480)
Abierto todos los días del año, salvo el 11 de septiembre, hasta las 23 horas.

La historia del Quitapena ya cuenta unas ocho décadas de vida. Vida que, por cierto, ha acompañado muchas muertes. En efecto, su nombre se debe a los deudos que acongojados pasan a saciar sed y hambre cuando acuden a despedir a sus seres queridos al cementerio. Con una estética de la típica Fuente de Soda chilena junto a una rica comida casera y un ruidoso Wurlitzer y con la ventaja de estar en las cercanías de los cementerios General y Católico esta picada hace olvidar por un rato la pena de la pérdida.

En el libro Santiago Bizarro de Sergio Paz se narra la historia "más gloriosa" de esta picada. Se trata del origen del club de fútbol Colo Colo cuando una tarde de 1925 tras haberse alejado de su ex club Magallanes y mientras comían con la pena de la despedida, un arrollado huaso, David Arellano y Clemente Acuña se comprometieron a crear un nuevo club deportivo: el chilenísimo Colo Colo.
Como sea, el Quita Pena sigue incólume en Recoleta para todos aquellos que necesiten un respiro en tan triste recorrido y como popular monumento en nuestra ciudad.

El hoyo
(San Vicente 375 con Gorbea, Estación Central).
El Hoyo abrió sus puertas en 1912 y su clientela se ha mantenido por varias generaciones. Las mesas son barriles apoyados en una pila.

Reyes del vino tinto en jarra de la casa. Este chilenísimo lugar creció a punta de réplicas. Porque si nos remontamos al año 1985 el terremoto de marzo arrasó con buena parte del Santiago antiguo. La mitología de este sitio narra que llegó hasta este lugar un despistado gringo que ante la desagradable temperatura del vino que le servían pidió que le encaramaran un copo de helado al vaso. El helado de piña que normalmente nutre el más aristocrático Ponche a la romana se desvió hacia una corriente caña de vino blanco. Nació, entonces, El Terremoto, un trago tan criollo como exitoso. Réplica es el nombre que ostenta el vasito más pequeño.

Hoy Santiago cuenta con dos Hoyos: el Hoyo de arriba, en Franklin y el Hoyo de abajo, cerca de Estación Central. En ambos hace veinte años se venció la adversidad de la desgracia celebrando con el buen vino tibio o helado.


Abril 2004

La ruta del Picante (continuación)


La piojera
(Aillavilú 1030, cerca de La Vega).

La Vega de Santiago ha pasado en los últimos años por muchas incertezas. La modernidad de nuestra urbe ha querido arrasarla y trasladarla. Sin embargo, sus emblemas siguen allí. Tal es el caso de La Piojera, que funciona desde 1896. En este lugar se bebe -y harto- se toma vino, pero también un curioso brebaje: Ponche de Culén. Se trata, dicen los entendidos, de un combinado, parecido a la mistela. Vale la pena comprobar este sabor tan de nuestras latitudes y agregar a este líquido pan con huevo (ojo que es muy diferente, por cierto, al playero pan de huevo). Aquí cuenta y mucho la preposición. or cierto, no hay que olvidar a los clásicos: la caña de vino, la de chicha, el vino pipeño y el borgoña.


El rincón de los canallas
(San Diego 379-B)
(De lunes a jueves, desde las 12 horas hasta las 2 a.m; viernes y sábados, hasta las 7 a.m).

Esta picada con contraseña es propiedad de un porfiadísimo que cuando se le quemó su local no consiguió otra patente. Su nombre Víctor Painemal. En años duros difundía la contraseña en un programa de radio Colo Colo. Hoy para no olvidar viejos tiempos la contraseña persiste, pero es siempre la mima: "¿Quién vive canallla? Chile libre, canalla".
El menú ostenta nombres de combate: Vietnamita se bautizó a un pernil entero, más arrollado, prietas, costillar, papas cocidas y ensalada surtida. Todo ello multiplicado en cuatro porciones. Los nombres siguen acorde a los contenidos: Punta Peuco, Barrabases, Amongelatina o Vitalicio. En Los Canallas hay gusto para todos.

Hoy, comenta Víctor Painemal en una entrevista publicada en Santiago Bizarro, los canallas vienen de todo el mundo pues creó Los Canallas Internacional.

2 Comments:

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